PASOS Y CAMINOS VIVIDOS
(comentario del autor)
A. 14 de enero de 1951:
Vengo al mundo en el número 9 de la calle Escudo del Carmen de Granada, casa de vecinos situada junto a la Imprenta Ocaña donde mi padre, Miguel, trabajaba como tipógrafo. Mi madre, Lourdes, ama de casa. Soy el segundo de cinco hermanos.
B. Mi familia: mi padre y mi madre.
Mi padre, Miguel, nació en el Barranco del Abogado, hijo de gitano (familia de “Los Funos”) y paya, el primero de seis hermanos. Apadrinado por una rica familia granadina, fue alumno de las Escuelas del Ave María. A los doce años entró como aprendiz en la Imprenta Ocaña (calle Escudo del Carmen), donde trabajó durante casi cuarenta años.
Mi madre, Lourdes, pertenecía a una familia adinerada de Guadix, represaliada y expropiada tras la contienda civil. Su padre, José Martos Martínez, significado anarquista, fue comisario político en la zona de Guadix - Baza, antes y durante la Guerra Civil. En la contienda, recorrió los frentes de todo el este peninsular. Apresado en 1939 (caída de Barcelona), pasó por varias cárceles. Finalmente, fue trasladado a la de Guadix, donde permaneció hasta su desaparición a mediados de 1941 en alguna de aquellas perdidas fosas comunes.
Cuando se casaron, mi padre tenía veinticuatro años y mi madre, veinte. La pobreza familiar junto a las malísimas condiciones de la vivienda en alquiler de Escudo del Carmen, provocaron que ella enfermase de tuberculosis.
C. Haza Grande.
La Barriada de Haza Grande fue inaugurada por Franco el 13 de octubre de 1952. Por cumplir los requisitos (pobreza y otros) establecidos por el Patronato de la Vivienda de Santa Adela, la nuestra fue una de las 300 familias seleccionadas para recibir una de aquellas viviendas. A pesar de su pequeñísimo tamaño y su precarias condiciones, aquella casita (Calle G, 42 de entonces) vino a mitigar en algo nuestra pobreza familiar. Al tiempo, el cambio de aires influyó mucho a mi madre para mejorar y superar, poco a poco, la tuberculosis que venía padeciendo desde años atrás. Allí nacieron los tres hermanos menores de los cinco que somos.
Nuestra familia vivió en Haza Grande hasta octubre de 1969, cuando se trasladó a la calle Varela número 12.
Mi madre murió en 1988. Considerando mi vida en conjunto, ella es la persona que me enseñó mucho de lo mejor y más sustancial de cuanto soy.
D. Mis responsabilidades familiares.
Desde muy pronto (cinco o seis años), como todos los niños de entonces en Haza Grande, yo participaba en la vida familiar haciendo tareas que me eran encomendadas. Antes de ir a la escuela cada día, cogía hierba para los animales (conejos, gallinas, algún cerdo...) que teníamos en unos jaulones entretejidos por mi padre en el patio posterior de la casa. También iba al Auxilio Social (Cuesta del Chapiz - Albayzin), para recoger la “leche americana” allí repartían a las familias pobres con la correspondiente cartilla.
Al salir de la escuela a mediodía, cada día almorzaba apresuradamente y caminaba desde Haza Grande hasta la Imprenta Ocaña, para llevarle el almuerzo a mi padre, y volver a tiempo de entrar a la escuela a las tres de la tarde. Él no subía para almorzar. Aprovechaba ese tiempo echando horas extra que aumentaban algo su escasísimo sueldo.
Por las tardes, yo ayudaba a mi madre en el cuidado de los animales (limpiar los jaulones, reponerles la comida,...), hacía mis deberes escolares (con frecuencia también los de mi hermana), iba a por agua... Después, me iba a jugar en la calle, si no tenía que ayudar en el cuidado de mis hermanos menores y no andaba castigado por mi padre, situación ésta última que se daba con frecuencia.
F. Escuela Parroquial de San Francisco Javier.
Era la escuela de Haza Grande. En ella realicé mi escolaridad obligatoria que entonces duraba de tres años. Se trataba de dos grandes aulas, (las niñas en una, los niños en la otra) situadas cada una de ellas a un lado de la Iglesia Parroquial. Mis maestros fueron D. José (primeras letras), D. Eduardo (violento mutilado de guerra, recompensado como maestro), y D. Manuel Jiménez Rodríguez, por quien yo sentí una gran admiración y un cariño enorme.
Yo aprendía con facilidad cuanto me enseñaban. Y todo transcurrió con normalidad, salvo el curso en que tuve como maestro a D. Eduardo. Su habitual violencia física, que practicaba como método educativo muy apreciado por nuestros padres, chocaba con mi temperamento rebelde y nervioso (hoy me diagnosticarían una notable hiperactividad). Mis encontronazos con él (y con mi padre, por añadidura), daban lugar a frecuentes y numerosas escapadas de la escuela (o rabonas desde primera hora) que yo compartía en pandilla con otros niños del Barrio.
Al final del tercer curso, D. Manuel se esforzó conmigo y me preparó para el Examen de Ingreso en el Bachillerato Elemental, que hice a los nueve años.
(En mi poemario “Alas de arena”, hay un poema titulado “Los cielos de entonces”, que se refiere a mi infancia).
G. La beca.
La calificación de “sobresaliente” en la Prueba de Ingreso (Junio de 1960), me abrió las puertas del Bachillerato Elemental, y además tuvo el premio de una beca muy cuantiosa (11.000 pesetas de entonces, cuando mi padre cobraba un salario mensual de 300 pesetas). Aparte de sufragar los gastos propios de mis estudios, ese dinero ayudó decisivamente en la economía familiar durante el tiempo en que mantuve la beca, cursos 1960-61 y 1961-62.
Tan vital recurso para la familia y para mis estudios, lo perdí en abril de 1962. Por mala conducta reiterada con el profesor de Matemáticas y Dibujo, fui castigado con sendos suspensos en junio. Fin de la beca. Y fin del instituto.
H. Perder la beca: al Seminario.
Perder aquella beca fue una catástrofe para nuestra familia. Los motivos - que el el director del Instituto le explicó personalmente a mi padre -, desencadenaron varias palizas de mi padre, y el castigo de “no pisar la calle para nada, hasta que él me lo dijera personalmente”. Sólo salía para trabajar de sol a sol con Francisco, un conocido suyo, que criaba cerdos en un cortijillo situado entre Haza Grande y El Fargue, a cambio sólo de la comida según acordaron. Y mi padre juró que “... aquello sería lo que yo tendría para toda mi vida”.
Al cabo de mes y medio, el párroco de Haza Grande (D. Pedro Jiménez Olmedo) de quien yo había sido monaguillo, y mi maestro D. Manuel, vinieron una tarde a hablar con mi madre mientras yo estaba trabajando con Francisco. Y le propusieron que lo mejor para mí era entrar interno en el Seminario Claretiano (Loja), a través del reclutador de seminaristas para esa congregación en la provincia de Granada, el P. Cándido Orellana. Mi madre, convencida, no me dijo nada. Había que esperar al pronunciamiento de mi padre.
Al siguiente domingo por la tarde, se reunieron en nuestra casa mi padre, mi madre, el párroco, mi maestro y el mencionado P. Orellana,. Me ordenaron salir y esperar en el escalón, a la puerta de nuestra casa. Largo rato después, me hicieron entrar para decirme que habían decidido que me fuera al seminario. Y me hicieron prometer que, por mi bien, haría todo lo posible para “ser un buen seminarista”. Mi madre recibió un papel con una lista de ropa y otras cosas que debían prepararme para ir a Loja, a un período de prueba, en la primera quincena de agosto.
Mi madre lloró constantemente mientras me preparaba lo indicado en aquella lista. Yo, que seguía trabajando con Francisco, hablaba con ella cuando volvía al atardecer. Y ella trataba de convencerme de que todo era por mi bien, que sólo así podría seguir estudiando, que sería una boca menos en casa, que...
A primeros de agosto, ella y yo bajamos andando con una maletilla, desde Haza Grande hasta la estación del tren, en la Avenida de Andaluces. Allí había muchos niños más y varios padres claretianos que nos fueron nombrando para subir al tren. Mi madre y yo lloramos mucho, sin consuelo, al despedirnos. El viaje se me hizo eterno. Llegados a la Estación de San Francisco, próxima al Seminario, nos dirigimos hacia éste andando, en doble fila, cada cual con su maleta.
Para mi sorpresa - así se lo conté a mi madre en la primera carta -, aquello era el paraíso. Una cama para mí solo. Tres comidas al día, más merienda. Agua corriente, en grifos. Un campo de fútbol reglamentario, llano, de tierra, con porterías de verdad. Y, maravilla, una biblioteca con muchísimos libros para leer, pasión que hasta entonces mi madre había alimentado en mí a base de tebeos de alquiler, que cambiaba en una tiendecilla situada en la Calle del Agua (Albayzín). Además, el Seminario tenía una piscina muy grande y limpia, donde nos bañábamos por turnos en días alternos. Y había muchos niños de mi edad.
Todos éstos eran motivos más que suficientes para que yo me esforzara en portarme bien y demostrar que “tenía vocación”, requisito ineludible para superar este período de prueba. Para estar en aquel paraíso sólo se exigía... “ser bueno”.
Pasada aquella quincena, volví a casa como todos los demás niños sometidos a la prueba. Tras unos infinitos días de espera, para tranquilidad de mi padre, acompañada de mucho dolor en el caso de mi madre, llegó una carta. Había sido admitido como seminarista claretiano, y nos daban las instrucciones al respecto.
I. Doce años como seminarista claretiano.
A primeros de septiembre, con algo más de ropa en la maleta, nuevo viaje en tren hasta Loja, esta vez acompañado por mi madre. Durante el viaje, lloramos mucho. Y, sentados uno al lado del otro, fuimos todo el trayecto con su brazo sobre mis hombros. Me aconsejó todo lo mejor que supo. Me repitió lo mucho que me quería y confiaba en mí. Me insistió una y otra vez en que siempre recordara a mi familia. Y me hizo prometer que cada mes le escribiría al menos dos cartas, dirigidas a ella. Todavía recuerdo cada detalle de aquella mañana gris.
En el Seminario Claretiano de Loja, me incorporé al grupo A de segundo de Bachiller, en mi caso como repetidor. Y allí permanecí los siguientes tres cursos escolares, con notas excelentes cada año, hasta realizar el examen de Reválida de Cuarto en el Instituto Padre Suárez de Granada (junio de 1965). Cada verano, en julio, teníamos dos semanas de vacaciones en casa. El vínculo familiar se mantenía a través de las cartas a mi madre, y las visitas que podían hacerme, una al trimestre como máximo.
Durante aquellos tres años y los posteriores, el curiosísimo origen de mi vocación religiosa y sacerdotal, dio paso a un afianzamiento progresivo y verdadero.
Los compañeros de mi promoción, recorrimos diferentes centros claretianos. Hicimos Quinto y Sexto de Bachillerato en el Colegio Claret de Sevilla, pasando los dos veranos correspondientes en el Colegio Claret de Don Benito (Badajoz).
Siguió el Noviciado, simultáneo con primero de Filosofía, en el Convento de Aguas Santas (Jerez de los Caballeros, Badajoz). Segundo y tercero de Filosofía en Salamanca. Y vuelta al seminario de Loja, ya convertido en Seminario Mayor, donde estudiamos primero y segundo de Teología. Para el resto de estos estudios (Teologado de Cartuja), pasamos en 1972 al seminario claretiano de Granada, recién construido e inaugurado entonces en la carretera de Pulianas.
Yo había profesado los votos religiosos (temporales) al acabar el Noviciado y ya los había renovado una vez. Mis superiores habían trazado las previsiones generales de mi futuro como sacerdote claretiano: acabar Teología en Granada; ordenación sacerdotal; estudios de doctorado en Roma; y clases de Teología y Filosofía en Salamanca.
A mediados de aquel curso, después de muchos meses de dudas y conflictos interiores muy duros, pues estaba plenamente identificado con mi futuro sacerdotal y me resistía a dar el paso de salirme, decidí abandonar la congregación claretiana a primeros de abril de 1973, con veintirés años de edad, toda la incertidumbre, y el desconocimiento total del “mundo de fuera”.
Con la mirada de tanto tiempo pasado, puedo valorar con buena perspectiva y ajuste mi paso por la Congregación Claretiana. Fue un largo trecho de mi vida que coincidió, además, con años claves en la formación de cualquier persona, la adolescencia y la primera juventud.
Como el resto de mis compañeros, recibí una formación excelente que, incluso en los años del Bachillerato, iba mucho más allá en amplitud e intensidad de lo que marcaba el currículo académico general. Por entonces y junto a los jesuitas, los claretianos eran los más abiertos y exigentes en la formación completa de sus miembros y de sus futuros sacerdotes.
Además de ese conocimiento (filosofía, teología, antropología, historia, griego clásico, latín, arte, música, literatura, idiomas, epistemología, sociología, psicología, antropología,...), se nos educó en el ejercicio metódico del pensamiento lógico, en la autoexigencia, el rigor, el sentido comunitario, el esfuerzo, la responsabilidad, la entrega, la constancia,... Aún mantengo el contacto y la comunicación con algunos amigos, que fueron profesores o compañeros de entonces. Nada de todo eso que tanto agradezco, habría conocido, ni siquiera soñado, de no ser por mis años como seminarista claretiano. Tampoco
mi pasión por la poesía.
J. La pasión por la poesía.
Entre todos aquellos padres claretianos que eran nuestros profesores, había uno al que yo admiraba en particular por su amplísimos conocimientos (arte, historia, idiomas...) y, sobre todo, por sus clases de literatura. José Luis Sierra Cortés, sabía despertar nuestra curiosidad infantil a cada paso, nos interesaba en cada época, nos ilusionaba con cada autor, nos acercaba a sus obras con gran ingenio y con una naturalidad pasmosa, guiaba nuestras lecturas hasta apasionarnos por ellas, y nos sabía emocionar en cada clase.
En cuarto de bachiller descubrí la poesía. Al principio fue algo impulsivo y lleno de curiosidad. Me atraía aquella forma tan breve de sentir tantas cosas por dentro. Poco a poco, dirigido por el padre Sierra, me habitué a leer con entusiasmo poesía de todas las épocas, española, hispanoamericana, europea, universal... disfrutando del contenido y de la forma. Así, me fui entusiasmando por comprobar la métrica de las estrofas, por buscar y descubrir los recursos literarios, por descifrar su sentido y comentarlo todo con mi profesor.
De ahí a intentar mis primeros versos sobre un papel, había apenas un paso. Y con catorce años escribí aquellos primeros poemas en los que me esforzaba por mantener - a trancas y barrancas - la forma métrica de las estrofas elegidas, la rima asonante o consonante según los casos, y el hilo del contenido - ideas, sentimientos... - que pretendía expresar.
Durante meses, guardé en una carpeta cuanto escribía. Y nadie más lo conocía. A ratos, cuando tenía tiempo, volvía una y otra vez sobre cada palabra, cada verso y cada poema, con la idea de ajustar mejor su forma y su contenido. Casi siempre, la tarea se me volvía indomable. Pero volvía una y otra vez, con un entusiasmo casi irrefrenable.
Un día me armé de valor y le entregué al padre Sierra unas cuantas de aquellas poesías, como él las llamaba, cuya selección me había llevado mucho tiempo. Me sorprendió que no se sorprendiera. Las recibió con gran naturalidad. Me prometió leerlas y comentarlas después conmigo. Pasaron unos días que me parecieron años. Y al fin, al acabar una de sus clases, me dijo que esperase. Escuché con absoluta veneración cuanto me iba diciendo y le quise explicar - nerviosamente – cuanto él me preguntaba sobre mi intención, sobre el contenido que quería expresar, sobre la rima, las estrofas,...
Al poco, en una de las cartas a la familia, - siempre las dirigía a mi madre -, le envié un poema que había escrito pensando en ella. Se titulaba “Madre”. A vuelta de correo me dijo que le había gustado mucho y que “... casi había llorado...”
Yo seguía leyendo poesía con tanta pasión como constancia. Y confieso que me atreví con autores a quienes no conseguía descifrar con facilidad. A la vez, imperceptiblemente, escribir versos se me hizo una costumbre. Y de ahí, pasó a ser un necesidad, a veces imperiosa. Un acto tan vital como íntimo.
Desde entonces, he seguido escribiendo a lo largo de casi cincuenta años . Y también leyendo poesía. A veces, la propia vida ha limitado el tiempo dedicado a esta pasión personal. La vida familiar, el trabajo, las diarias ocupaciones habituales,... han podido restar tiempo - o sosiego - a esta necesidad interior y vital. Pero, al mismo tiempo, la vida cotidiana, los afanes de cada tiempo de la vida, mi familia, la sociedad cambiante, los trabajos que fui desempeñando, el ser humano en lo profundo, los pasos que he ido viviendo,... todo ello ha sido el territorio donde ha seguido arraigando y alimentándose esta necesidad apasionada de escribir versos que ni siquiera en los tiempos de mayor fragor he dejado de lado.
Durante todo este tiempo, algunos de mis poemas han visto la luz pública en ocasiones. Así, en las revistas Redondel, Naceres y Anuteba, de mi juventud estudiantil, o en aquellos recitales en colegios mayores o facultades universitarias. Participé de cerca en el movimiento cultural Manifiesto Canción del Sur y, en este marco, frecuenté el contacto y el magisterio directo de poetas granadinos como Juan de Loxa, Pepe Heredia Maya, Rafael Guillén, Ladrón de Guevara, Elena Martín Vilvaldi..., de quienes tanto aprendí.
Desde entonces, durante los años transcurridos, escribir ha sido algo estrictamente íntimo y aparte de mi familia, Charo, a nuestras hijas María del Mar y Alicia,...
En 2005, tuve la enorme fortuna de reencontrarme con el padre José Luis Sierra. Me preguntó por la poesía. Le envié algunos de los poemas que guardaba enmis carpetas, y le puse oído a la idea de darles luz pública.
Con enorme pudor, edité un conjunto de ellos bajo el título de “Cuadernos de bitácora” (año 2007).
A raíz de esta publicación, se me propuso editar otra recopilación de poemas que yo había seleccionado y organizado bajo el título de “Alas de arena”, que también vio la luz pública (Editorial Zumaya, Granada, año 2010).
Aunque sigo fiel a mi propósito de evitar los círculos literarios, colaboro habitualmente en la revista “Entre Ríos”, y he participado leyendo mis poemas en el Festival Internacional de Poesía (FIP) de Granada (2012 y 2013). Ocasionalmente, acepto algunas invitaciones para leer mis poemas en público.
K. Estudios universitarios.
A la salida del seminario, estudié la Diplomatura de Magisterio (Universidad de Granada) entre los años 1973 - 1976. En los veranos trabajé de albañil, de peón en la azucarera San Isidro, dando clases particulares,... para pagarme los estudios y ayudar en casa. Durante aquellos años participé muy activamente en la contestación estudiantil y obrera de los últimos años del franquismo, con alguna detención policial y las consecuencias correspondientes.
Acabada la carrera de Magisterio, mi expediente académico me facilitó acceder directamente a la función pública docente, sin pasar por las oposiciones.
Más tarde, ya en activo, completé en la Universidad de Granada la Licenciatura en Ciencias de la Educación (Pedagogía).
L. Otros estudios.
Más adelante, hice el Master en el Programa de Enriquecimiento Instrumental de Reuven Feuerstein (Wizo-Canada Institute de Jerusalén) y el Master en Inserción Sociolaboral (Universidad de Granada).
Durante toda mi vida laboral he participado, como alumno o como ponente, en numerosos cursos, seminarios y grupos de trabajo e investigación, tanto en materia educativa como de programas y políticas sociales.
M. Charo.
Conocí a Charo durante mis años universitarios, gracias a un antiguo compañero claretiano que nos presentó. Y entablamos una gran amistad que fuimos transformando en amor. Ella es mi única novia, mi esposa, mi compañera constante y segura. Y tenemos dos hijas con que nos ha bendecido la vida, María del Mar y Alicia.
N. Itinerario laboral
Mi vida laboral consta de varias etapas.
Maestro: Trabajé como maestro desde 1978 hasta 1988, desempeñando dicha labor en los colegios públicos de Jun (Granada) y Albuñol (Granada), y en los Proyectos de Educación Compensatoria realizados en el Colegio Público La Paz (Zona Norte de la capital).
Delegación Provincial de Educación de Granada: Durante los cursos 1988-89 y 1989-90, fui asignado a la coordinación provincial del Programa de Educación Compensatoria en la provincia de Granada.
Ayuntamiento de Granada: a requerimiento del Alcalde ante la Consejería de Educación, en octubre de 1990 pasé en comisión de servicios al Ayuntamiento de Granada para trabajar como Coordinador Municipal del Plan de Barriadas de Actuación Preferente Cartuja - Almanjáyar (Plan Norte), donde permanecí hasta mayo de 1995.
Delegación Provincial de Asuntos Sociales: en mayo de 1995, previo concurso público público de méritos, fui nombrado Gerente del Plan de Barriadas de Actuación Preferente en la provincia de Granada. Allí he permanecido hasta mi enfermedad (2008) y posterior jubilación forzosa, en julio de 2009.
Concejal en el Ayuntamiento de Granada: entre los años 2003 - 2007, junto a la gerencia del Plan de Barriadas, desempeñé simultáneamente el trabajo de concejal socialista en el Ayuntamiento de Granada (renuncié desde el principio a la dedicación exclusiva).
Granada, junio de 2014
Miguel González Martos